MORIR DE ÉXITO

Suena duro, lo sé. En apariencia, carece de sentido. Un tanto paradójico incluso, mas ahí queda. Cuanto mejor considero que hago mi trabajo, más doloroso es el desenlace (habría que ver qué dice la otra parte de mí, eso sí).

Y cada año, repetimos.

Desde mi rinconcito (Aula 1/Refuerzo), tarde a tarde, trato de hacer algo más llevadera la odisea académica a estos pobres que han sido plantados por unos preocupados padres en las cinco sillas que soportan estoicamente las inverosímiles ordalías de sus ocupantes. Entre duda y pregunta, ejercicio y esquema; surgen pequeñas gemas que brillan intensas por el hecho de ser compartidas. Son los relatos de sus aventuras en clase, llenas de temibles docentes, abusivos compañeros y progenitores ajenos a la disciplina positiva. Resulta imposible no simpatizar con ellos mientras los ves crecer y aprender y convertirse en otra versión más colorida de sí mismos y te van ofreciendo esas preocupaciones y alegrías.

Y entonces se van.

Acaban el instituto, o han adquirido hábitos de estudio efectivos, o encontrado la confianza que les faltaba… Habiendo compartido penas y progresos, el orgullo de verlos marchar un poco más capaces brota por sí solo; igual que cierta tristeza por no acompañarlos allá a donde van. Solo resta echar de menos, ayudar de más a los siguientes e imaginar todo lo que me podrían enseñar ellos a mí de volvernos a cruzar.

Y si es así en clase, ¿cómo será en casa? El “nido vacío” suena distinto ahora que practico el adiós cada junio.


Por Carlos A. Bustos

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