A solas

A los compañeros los entiendo. Yo, antes, hacía igual. No es para tanto, mientras no te toque a ti. Un día perteneces al grupo de quienes miran nerviosamente a cualquier otro lado y, de repente, tropiezas con quien no debes. En ese mismo instante, todo se detiene y todo cambia. Según vio su propio miedo reflejado en mi mirada, supo que había encontrado el siguiente juguete con el que hacerse ver. No supe reaccionar con confianza y los testigos optaron por mantenerse en el seguro, cómodo y cobarde margen. Temiendo lo que estaba por venir, me hice un poco más pequeño, encogido.

De mis amigos más cercanos recibí más palabras que gestos, y con el tiempo ni eso. Estar marcado es contagioso, ni yo se lo deseaba ni ellos lo querían. Mientras, iba descubriendo el mundo desde la perspectiva única que ofrece el fondo de la cloaca social jerárquica del instituto, mirando desde abajo, excluido y sin pertenecer a nada.

Del tutor, por cómo había actuado en otros casos, me esperaba poco. Aun así, fue una decepción especialmente amarga, de estas que cuesta tragar y te dejan mal sabor de boca. Sólo tras mucho insistir para hablar tranquilamente en privado conseguí un puñado de minutos de su atención. Únicamente le dio tiempo a quitarle importancia al tema y, de paso, a mí. Al fin y al cabo son cosas de jóvenes, lo normal. Me derivó a la psicóloga del centro, pero estaba absolutamente ocupada con los tests de aptitud del trimestre; no estaba disponible para nada más. A falta de relevancia, me volví insignificante.

De mi casa, sí recibí algo de calidez de la bola de pelos, uñas y dientes que pasaba por el gato familiar. Debía de percibir con felina claridad que mi ánimo no era el habitual, pues empezó a acomodarse en mi regazo ronroneando como un motor al ralentí mientras yo leía el bombardeo incesante de mensajes hirientes que saturaban mi móvil. El resto me querían mucho, desde la seguridad del sillón y la tele. Encerrado en mí y en mi cuarto, me vi fuera de lugar.

Del director del centro, cuando no le quedó otra alternativa que recibirme porque mi mochila había sufrido una inexplicable combustión espontánea, recibí un discurso de lo más sofista; pues decía todo y nada. Al parecer, tenía toda su simpatía aunque no podía hacer nada, sabía lo que pasaba pero no había pruebas, existía un protocolo para estos casos si bien él estaba atado de pies y manos… Remató (la charla y a mí), muy satisfecho, que debía ser más social y hacer amigos. Desamparado por el sistema, bailé con el abandono.

Y así, en las peores condiciones, tomo una decisión.


Por Carlos A. Bustos

Anterior
Anterior

2 MINUTOS

Siguiente
Siguiente

DÍSELO